Estimados paisanos, ciudadanos de la ilustre Villa de La Solana, la Villa de la Zarzuela por antonomasia, única en su género… Quiero comenzar este modesto pregón agradeciendo el inmenso honor que se me ha hecho al convocarme aquí para deciros unas palabras de bienvenida. Nací en esta maravillosa localidad y me siento muy orgulloso de ello, de tal modo que allí por donde voy me gusta presumir de mi tierra manchega. Porque ser manchego y ser de La Solana no es otra cosa que ser ciudadano del mundo, ciudadano por encima de las fronteras y de las banderas de todo signo, como nos enseñó Don Miguel de Cervantes y su más universal personaje.
Como mi vida se halla por entero dedicada a indagar a todas horas en el pasado, se me ha ocurrido comenzar mi intervención aludiendo al momento fundacional de la zarzuela con la que se confunde el nombre de nuestro pueblo, La Rosa del Azafrán. No soy muy original ni pretendo serlo, pero para mí nuestra entrañable zarzuela va unida a aquella evocadora foto que recoge el viaje a Madrid de un puñado de solaneros de la época para acudir a su estreno en la primavera de
1930.
Esa foto, que hoy se salvaguarda ampliada en el Edificio de Don Diego, siempre me ha dado mucho que pensar y, de hecho, con tal imagen inicié uno de los capítulos de mi libro Paisanos en lucha, publicado en 2008, donde reconstruí la historia de nuestra localidad en los intensos y muy agitados años de la Segunda República antes del estallido de la Guerra Civil.
Cuando “La Rosa del Azafrán” se estrenó el 14 de marzo de 1930 en el Teatro Calderón de Madrid, el período de esplendor del popular género de la zarzuela ya había pasado. Aquella pieza no pertenecía a las de tema madrileño, las más típicas, ni tampoco a las de opereta, cuyo marco de referencia era europeo, sino a las más costumbristas y folklóricas, esto es, las de tema regional.
Ambientada en La Mancha hacia 1860, la historia que recreaba, “afortunada aleación de lo dramático y lo cómico”, era clasista y manida —el amor entre una mujer rica y un pueblerino—, pero se hallaba expuesta con gracia y fluidez, residiendo su mayor valor en la vitalidad de su expresión artística y en la música de gran riqueza melódica que le servía de acompañamiento. Quizás por ello el estreno se vio rodeado de un gran éxito, clamoroso incluso para los tiempos que corrían.
Atraídos por el eco de la noticia, algunos personajes de La Solana, a la cabeza de los cuales se colocó el médico Don Juan Izquierdo, decidieron celebrar una “fiesta manchega” en Madrid con el fin de enaltecer, por un lado, a los autores del libro y de la melodía, Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández Shaw, y, por otro, al maestro Guerrero, que posiblemente escribió aquí una de sus mejores partituras. El primero de ellos tenía parientes en el pueblo, al que había viajado en muchas ocasiones desde su infancia.
El reconocimiento tenía su razón de ser en la inspiración que encontraron en los habitantes del lugar para recrear la obra. Pero latía además otra razón más pragmática, propia de aquellas gentes curtidas en una tierra dura y no especialmente rica en recursos: aprovechar la ocasión para hacer publicidad eficaz de los productos manchegos, y en particular los típicos de la localidad, esto es, el azafrán, desde luego, pero también los cominos, el vino, el queso, el aceite, las harinas...
Así fue como las fuerzas vivas de la localidad organizaron una nutrida excursión a Madrid coincidiendo con la quinquagésima representación de la zarzuela. Amén del alcalde recientemente nombrado por real orden, Adelín del Rey, entre los inspiradores de la iniciativa también se encontraban Gabriel Jarava, hijo del conde de Casa Valiente, el farmacéutico Rafael Luna, el rico comerciante Manuel Fernández y el abogado Francisco García-Catalán, que años atrás había sido gobernador civil de Logroño bajo un Gobierno del Partido Liberal. Este último era pariente, a su vez, de Gabriel García-Maroto, un joven pintor solanero que por entonces empezaba a despuntar en los círculos artísticos y literarios de la que luego sería llamada “generación del 27”.
Al decir de las crónicas periodísticas de entonces, el Calderón presentaba el día de la celebración un aspecto deslumbrante. La sala del teatro aparecía vistosamente engalanada con pañolones de Manila y tapices con emblemas alegóricos. En las localidades se veían muchos rostros de manchegos conocidos residentes en la capital o que habían venido expresamente ese día para acompañar a los anfitriones de la fiesta. Sólo de La Solana se desplazaron más de trescientas personas, pero también las había de Manzanares, Daimiel, El Toboso, Valdepeñas, Ciudad Real, etc.
Según los relatos del momento, en muchas plateas “realzaban su belleza” varias señoritas solaneras, “lindas mozas” que mostraban sus encantos ataviadas con los típicos trajes de la tierra y los peinados manchegos tradicionales: Adoración y Milagros Fernández; Leonor, María, Carmen y Flora Jarava; Catalina Campillo Velasco; Dolores Romero de Ávila; Trinidad y Dominga García Velasco; Carmen Beño; Francisca Díaz Balmaseda; Cecilia Ocaña; Antonia Prieto Villena; Soledad Ruiz; Carmen Quesada y Melchora Sancho...
Todos los solaneros presentes, emocionados, reconocieron en “La Rosa del Azafrán” y en los diálogos de los actores sus propios cantos, sus bailes y sus modismos, resultándoles muy familiares también los personajes.
En el entreacto, Francisco García-Catalán leyó un discurso muy expresivo para enaltecer con bonitas palabras “las virtudes de la tierra manchega y la gracia de sus mujeres, aludiendo también en gentiles conceptos a Madrid, a la significación de la obra que se festejaba y, finalmente, a los bastidores de la política y de sus caricatos”.
Después, el “genial” poeta Marquina recitó, “con su proverbial maestría” y como él únicamente sabía hacerlo, un inspiradísimo romance, seguido de unas coplas admirables “donde el ingenio y la galanura de su verbo culminaron en bellísimas evocaciones”. Las coplas iban dedicadas a las “bellísimas” paisanas en edad casadera que se habían desplazado a la capital. Merece la pena rescatar algún extracto, siquiera por cómo reflejó el particular ambiente folklórico y costumbrista que se respiró allí:
“(…) tez de nardos, bocas frescas,
del sol que da en La Solana
cincuenta auroras trigueñas,
cincuenta espigas en ciernes,
cincuenta mozas manchegas.
(...) claveles de La Solana,
rosales de aquellas tierras,
y allá volveréis vosotras...
¡pecado fue que vinierais!
Que, después de haberos visto
tan bien tocadas y bellas,
más triste queda la Corte
que antes de entraros por ella.”
Los autores de la zarzuela fueron homenajeados en medio de ovaciones y vítores a la región. La atmósfera de euforia se proyectó en “una exaltación de mancheguismo” que dejó imborrable recuerdo en los presentes y refrendó el rotundo éxito logrado por esta zarzuela. Al final se impresionaron varias fotografías de la comitiva, algunas de las cuales fueron publicadas luego en el diario Vida Manchega dentro del extenso reportaje que dedicó al acto. La comisión organizadora recibió infinidad de adhesiones y telegramas, destacando el firmado por Cirilo del Río, Francisco Morayta y Fernando Acedo Rico, políticos coterráneos de entonces.
Pocos podían prever en ese momento que aquella imagen de idílica armonía entre las gentes de La Solana se iba a esfumar, sin apenas dejar rastro, poco más de un año después. Apenas transcurridos 13 meses del estreno de “La Rosa del Azafrán”, varios de los impulsores de aquella fiesta manchega se vieron envueltos en la vorágine política abierta con motivo de las elecciones municipales del 12 abril de 1931, a partir de las cuales se proclamó la República dos días después. A pesar de pertenecer al mismo universo sociológico, lo hicieron militando en bandos enfrentados.
De este modo, al constituirse el nuevo Ayuntamiento tras la celebración de aquellas elecciones, se dio la circunstancia de que entre los presentes en el relevo municipal coincidieron varios de los personajes que un año antes se habían implicado a fondo juntos en la celebración del homenaje a los autores de La Rosa del Azafrán.
Así, por la Conjunción Republicano-Socialista encontramos al médico Juan Izquierdo y al abogado Francisco García-Catalán. A su vez, por los monárquicos aparecían Adelín del Rey Dotor y Gabriel Jarava Aznar. Con alguna excepción, no había grandes diferencias sociales entre la mayoría de los integrantes de los dos bloques enfrentados, el monárquico y el republicano. La excepción la encarnaba el hijo del conde de Casa Valiente, Gabriel Justo Jarava Aznar, que socialmente se situaba en un plano muy superior al del resto, pero dentro del conjunto de ediles no se apreciaban diferencias abismales.
Casi todos los monárquicos pertenecían a lo que se podría denominar clase media-alta, aunque en términos relativos formasen parte de la cúspide social del pueblo: propietarios agrarios, bodegueros, empresarios… Por su parte, entre los nueve republicanos, cuatro al menos también figuraban entre los primeros contribuyentes, aunque el resto sí presentaban una fisonomía profesional más propiamente mesocrático-popular. Así pues, la República proyectó al nacer una cierta escisión de las clases medias, si bien a lo largo de su densa historia se iban a forjar de inmediato nuevos realineamientos sociales y políticos.
Nadie podía imaginar, y menos aún los presentes, las vivencias traumáticas que traerían consigo los años venideros. Ni siquiera cuando con aires festivos se proclamó la República el 14 de abril de 1931 y echaron a andar los nuevos ayuntamientos. Al fin y al cabo, ese viraje político abría las puertas a un proceso democratizador que llenó de esperanza e ilusiones los corazones de millones de españoles, de derechas y de izquierdas, aunque el entusiasmo no se generalizase por igual entre toda la población y hubiera sectores que vieron el cambio con prevención e inquietud.
Menos aún se podía intuir que aquello iba a terminar como el rosario de la aurora, con los españoles enfrentados en los campos de batalla y la sangre corriendo a raudales. El destino fue trágico para todos, pero muy en especial para algunos de los protagonistas de aquel viaje a la capital de España. Por ejemplo, Adelín del Rey, mi tío abuelo, las pasó canutas durante la guerra. Aparte de tener que marchar a Madrid y refugiarse en la embajada de Francia (antes de emprender viaje a ese país para luego recalar en la España controlada por los sublevados), lo peor fue que perdió un hijo en el frente.
Por su parte, el abogado Francisco García-Catalán (a) Gafas, tras ser purgado por la dictadura franquista en virtud de su pasado de republicano de izquierdas, quedó confinado en su casa para los restos y apenas si volvió a pisar la calle.
Gabriel Jarava Aznar, a su vez, sufrió la pérdida de su tío Francisco y dos de sus primos, fusilados en las afueras de Madrid en agosto de 1936.
Y Adoración Fernández, que se casó en plena guerra con el que fuera gran líder del socialismo solanero, Melitón Serrano Ortiz, asistió impotente al fusilamiento de su marido en 1942. El tribunal militar no pudo encontrar ningún cargo cierto contra él, ni un atisbo de implicación en hechos de sangre. A los pocos meses, Adoración no pudo resistir la pérdida de su marido y ella también tomó el camino del cementerio.
Aquel destino terrible no estaba predeterminado ni fue el resultado inevitable de la historia de la República. Como tampoco que los españoles se vieran condenados a vivir bajo una larga dictadura de interminable vigencia. Tuvo que llegar la democracia para que los supervivientes de aquel viaje festivo de abril de 1930 —o más bien sus descendientes y herederos— se volvieran a reencontrar en términos lúdicos y bajo los mismos acordes de La Rosa del Azafrán, en un marco de libertad y convivencia pluralista.
Creo no exagerar si digo que, entre otros indicadores que se podrían señalar, la institucionalización de la Semana de la Zarzuela a partir de 1984 simboliza como pocos eventos el reencuentro y la reconciliación de los solaneros bajo un paraguas común, tras una historia que, como en tantos otros lugares de España, adquirió unos perfiles ciertamente dramáticos. Y esto lo dice alguien que no sabe nada de este género musical —más allá de su mero disfrute como simple aficionado— y que ha asistido a distancia como espectador a este proceso de creación de una identidad cultural compartida por todos sus paisanos.
No deja de ser significativo que, en el lanzamiento de estas jornadas festivas, que tanto renombre han conferido a nuestra localidad por toda España, hayan participado tantas y tan distintas personas procedentes de todas las familias políticas del pueblo. Derechas e izquierdas, socialistas y populares, republicanos y monárquicos, comunistas… Hasta donde yo sé todo el mundo ha arrimado el hombro, gentes diversas que se han aplicado con entusiasmo, esmero y generosidad en el impulso de esta gran empresa cultural. Y eso nos debe llenar de orgullo y satisfacción. Porque la zarzuela, género popular donde los haya, se ha convertido en nuestra particular fiesta de la democracia y de la convivencia, en la expresión local por antonomasia de nuestro universo pluralista.
Sólo con echar un vistazo a las fotos de las distintas celebraciones de la Semana de la Zarzuela se constata la alegría y la ilusión que siempre han acompañado a los impulsores y protagonistas de esta fiesta, capaces de aparcar sus diferencias individuales o políticas ante el magno acontecimiento. La misma alegría e ilusión que atisbamos en las fotos de aquella expedición emprendida por una nutrida representación de solaneros en la primavera de 1930, dispuestos a conquistar la capital de España con sus encantos… y los productos de su tierra.
Los mentores principales concretos de la resurrección de la zarzuela en nuestra localidad, de su conversión en una celebración festiva de alcance nacional e internacional, tienen nombres y apellidos. Ni puedo ni debo citarlos a todos, tan grande y numerosa como ha sido esta implicación colectiva. Pero creo que, si hay un personaje que concentra todos esos anhelos, que encarna como nadie este esfuerzo de la comunidad, ese es Antonio García Cervigón, profesional de la enseñanza y del periodismo, y, por encima de todo, alma inquieta llena de iniciativas donde las haya.
Hace poco me decía que ya lo va a dejar, que ha llegado la hora del retiro. Bajo ningún concepto debemos permitírselo. Al igual que todo buen protagonista de las películas bélicas o del Far West, está condenado a morir con las botas puestas. No debemos dejar que se recluya en su casa a ver pasar el tiempo, indolente y atrapado por el aburrimiento y la pereza. Ya ha hecho méritos más que suficientes —estoy seguro de no equivocarme— para ser merecedor de un homenaje de altura, que debería hacérsele en vida.
En nuestro país tenemos la costumbre de sentir mucho la pérdida de nuestros seres queridos cuando nos faltan. Incluso somos muy aficionados a los homenajes póstumos. Creo que el género de la zarzuela y nuestra Rosa del Azafrán nos interpelan para que los homenajes se los hagamos a los vivos antes de que nos dejen y, a ser posible, como es el caso, cuando se encuentran en sus plenas facultades. Sobre todo, teniendo en cuenta que homenajear a Antonio implica homenajear a todas las personas que han puesto su grano de arena durante estas cuatro décadas para que esta fiesta de nuestra democracia, de nuestra localidad y de nuestro acervo cultural sea posible.
¡Viva la zarzuela! ¡Viva La Rosa del Azafrán! ¡Y viva La Solana!
Muchas gracias.
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